miércoles, 19 de diciembre de 2012

Charles Baudelaire.- Carta a su madre


 (6 de mayo de 1861)

Estamos tú y yo destinados a amarnos, a vivir por nosotros, a terminar nuestras vidas tan honesta y pacíficamente como sea posible. Y aún así, en esta terrible situación que vivo, estoy seguro de que uno de los dos asesinará al otro, o mejor todavía, nos mataremos al mismo tiempo. Después de tu muerte, sin importar que yo haya sido la causa, debería suicidarme. Tu muerte, de la que hablas con tanta resignación, en ningún sentido mejoraría mi situación; el consejo judiciario continuaría (¿por qué habría de no hacerlo?), nada sería pagado, y, para agrandar mi pena, aun así experimentaría la horrible sensación de soledad. Para mí mi propio suicidio sería absurdo, ¿no? ‘¿Quieres abandonar a tu pobre madre?’, dices. De verdad, aunque no tuviera el derecho de hacerlo, pienso que todo el sufrimiento que he pasado por casi treinta años lo justifica. ‘¿Y Dios?’, dirás. Deseo con todo mi corazón (y con una sinceridad que sólo yo conozco) creer que un Ser exterior e invisible conduce mi destino; pero ¿cómo creerlo?

Edgar Allan Poe.- Silencio




“Escúchame -dijo el Demonio, apoyando la mano en mi cabeza-. La región de que hablo es una lúgubre región en Libia, a orillas del río Zaire. Y allá no hay ni calma ni silencio.

Las aguas del río están teñidas de un matiz azafranado y enfermizo, y no fluyen hacia el mar, sino que palpitan por siempre bajo el ojo purpúreo del sol, con un movimiento tumultuoso y convulsivo. A lo largo de muchas millas, a ambos lados del legamoso lecho del río, se tiende un pálido desierto de gigantescos nenúfares. Suspiran entre sí en esa soledad y tienden hacia el cielo sus largos y pálidos cuellos, mientras inclinan a un lado y otro sus cabezas sempiternas. Y un rumor indistinto se levanta de ellos, como el correr del agua subterránea. Y suspiran entre sí.

Pero su reino tiene un límite, el límite de la oscura, horrible, majestuosa floresta. Allí, como las olas en las Hébridas, la maleza se agita continuamente. Pero ningún viento surca el cielo. Y los altos árboles primitivos oscilan eternamente de un lado a otro con un potente resonar. Y de sus altas copas se filtran, gota a gota, rocíos eternos. Y en sus raíces se retuercen, en un inquieto sueño, extrañas flores venenosas. Y en lo alto, con un agudo sonido susurrante, las nubes grises corren por siempre hacia el oeste, hasta rodar en cataratas sobre las ígneas paredes del horizonte. Pero ningún viento surca el cielo. Y en las orillas del río Zaire no hay ni calma ni silencio.

Era de noche y llovía, y al caer era lluvia, pero después de caída era sangre. Y yo estaba en la marisma entre los altos nenúfares, y la lluvia caía en mi cabeza, y los nenúfares suspiraban entre sí en la solemnidad de su desolación.

Y de improviso levantose la luna a través de la fina niebla espectral y su color era carmesí. Y mis ojos se posaron en una enorme roca gris que se alzaba a la orilla del río, iluminada por la luz de la luna. Y la roca era gris, y espectral, y alta; y la roca era gris. En su faz había caracteres grabados en la piedra, y yo anduve por la marisma de nenúfares hasta acercarme a la orilla, para leer los caracteres en la piedra. Pero no pude descifrarlos. Y me volvía a la marisma cuando la luna brilló con un rojo más intenso, y al volverme y mirar otra vez hacia la roca y los caracteres vi que los caracteres decían DESOLACIÓN.

Y miré hacia arriba y en lo alto de la roca había un hombre, y me oculté entre los nenúfares para observar lo que hacía aquel hombre. Y el hombre era alto y majestuoso y estaba cubierto desde los hombros a los pies con la toga de la antigua Roma. Y su silueta era indistinta, pero sus facciones eran las facciones de una deidad, porque el palio de la noche, y la luna, y la niebla, y el rocío, habían dejado al descubierto las facciones de su cara. Y su frente era alta y pensativa, y sus ojos brillaban de preocupación; y en las escasas arrugas de sus mejillas leí las fábulas de la tristeza, del cansancio, del disgusto de la humanidad, y el anhelo de estar solo.

Y el hombre se sentó en la roca, apoyó la cabeza en la mano y contempló la desolación. Miró los inquietos matorrales, y los altos árboles primitivos, y más arriba el susurrante cielo, y la luna carmesí. Y yo me mantuve al abrigo de los nenúfares, observando las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad, pero la noche transcurría, y él continuaba sentado en la roca.

Y el hombre distrajo su atención del cielo y miró hacia el melancólico río Zaire y las amarillas, siniestras aguas y las pálidas legiones de nenúfares. Y el hombre escuchó los suspiros de los nenúfares y el murmullo que nacía de ellos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces me sumí en las profundidades de la marisma, vadeando a través de la soledad de los nenúfares, y llamé a los hipopótamos que moran entre los pantanos en las profundidades de la marisma. Y los hipopótamos oyeron mi llamada y vinieron con los behemot al pie de la roca y rugieron sonora y terriblemente bajo la luna. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado en la roca.

Entonces maldije los elementos con la maldición del tumulto, y una espantosa tempestad se congregó en el cielo, donde antes no había viento. Y el cielo se tornó lívido con la violencia de la tempestad, y la lluvia azotó la cabeza del hombre, y las aguas del río se desbordaron, y el río atormentado se cubría de espuma, y los nenúfares alzaban clamores, y la floresta se desmoronaba ante el viento, y rodaba el trueno, y caía el rayo, y la roca vacilaba en sus cimientos. Y yo me mantenía oculto y observaba las acciones de aquel hombre. Y el hombre tembló en la soledad; pero la noche transcurría y él continuaba sentado.

Entonces me encolericé y maldije, con la maldición del silencio, el río y los nenúfares y el viento y la floresta y el cielo y el trueno y los suspiros de los nenúfares. Y quedaron malditos y se callaron. Y la luna cesó de trepar hacia el cielo, y el trueno murió, y el rayo no tuvo ya luz, y las nubes se suspendieron inmóviles, y las aguas bajaron a su nivel y se estacionaron, y los árboles dejaron de balancearse, y los nenúfares ya no suspiraron y no se oyó más el murmullo que nacía de ellos, ni la menor sombra de sonido en todo el vasto desierto ilimitado. Y miré los caracteres de la roca, y habían cambiado; y los caracteres decían: SILENCIO.

Y mis ojos cayeron sobre el rostro de aquel hombre, y su rostro estaba pálido. Y bruscamente alzó la cabeza, que apoyaba en la mano y, poniéndose de pie en la roca, escuchó. Pero no se oía ninguna voz en todo el vasto desierto ilimitado, y los caracteres sobre la roca decían: SILENCIO. Y el hombre se estremeció y, desviando el rostro, huyó a toda carrera, al punto que cesé de verlo.

Pues bien, hay muy hermosos relatos en los libros de los Magos, en los melancólicos libros de los Magos, encuadernados en hierro. Allí, digo, hay admirables historias del cielo y de la tierra, y del potente mar, y de los Genios que gobiernan el mar, y la tierra, y el majestuoso cielo. También había mucho saber en las palabras que pronunciaban las Sibilas, y santas, santas cosas fueron oídas antaño por las sombrías hojas que temblaban en torno a Dodona. Pero, tan cierto como que Alá vive, digo que la fábula que me contó el Demonio, que se sentaba a mi lado a la sombra de la tumba, es la más asombrosa de todas. Y cuando el Demonio concluyó su historia, se dejó caer, en la cavidad de la tumba y rió. Y yo no pude reírme con él, y me maldijo porque no reía. Y el lince que eternamente mora en la tumba salió de ella y se tendió a los pies del Demonio, y lo miró fijamente a la cara”.

Fragmento de "El bosque animado" - Wenceslao Fernández Flores




“—Siempre te quise, Hermelinda. ¿Lo sabías ya?

—No, no lo sabía —respondió ella en voz baja.

Él calló, descontento de haber hablado, con la desalentadora seguridad de haber pronunciado palabras inútiles. La moza se acercó y apoyó la cabeza en su hombro. Geraldo, repentinamente feliz, no se movió. Transcurrieron unos segundos. Ella observó con dulzura:

—Hueles a la aldea. Me parece como si estuviese en la aldea.

Entonces sintió hacia él una ternura intensa y difusa a un tiempo que no se refería precisamente a aquel hombre, sino a todos los que había amado en las noches de “tuna” de los sábados y en la oscuridad amparadora de las fragas, y el aroma del tojo y de los pinos, y al del humo de las “queiroas” en el fuego del lar, y a los bosques y a los sembrados, a los cariños y a las emociones gozados en aquel trozo de tierra verde y húmedo en el que la vida era feliz, a pesar de todo. En la penumbra distinguía apenas el rostro de Geraldo. Entornó los parpados, echó hacia atrás la cabeza sobre el hombre varonil y ofreció sus jugosos labios juveniles.

Geraldo la apretó contra sí. Ni comprendió las posibilidades del momento ni intentó analizarlas. Rodeó con un brazo el cuerpo de la muchacha y aquella sensación le aisló del mundo. El ronroneo del mar abandonó la playa para sonar dentro de él mismo. La hoguerita de Montealto dejó de mirarlos con su roja pupila. Fuera de aquel rinconcito todo se hundió en inutilidad e indiferencia.

De pronto, Hermelinda alzóse. Pareció bruscamente invadida de tedio.

—Vámonos. Ya es tarde.

Caminaron hacia las calles animadas. Ella había recuperado su aire de alejamiento; él, su timidez y su pierna de palo. Porque se había olvidado por primera vez, en aquellos minutos, de que llevaba una pierna de palo. Como su compañera no hablaba, el mozo intentó suscitar el diálogo, que naufragaba siempre en la concisión de las respuestas.

—Un día —dijo— volverás a Cecebre.
—No sé.
—¿No piensas en ello? Di la verdad.
—La verdad, Geraldo: no creo volver nunca.

Se sintió como repelido por aquellas palabras como devuelto a su condición inimportante, y enmudeció.”


Un libro este de Wenceslao Fernández Flores lleno de encanto, que nos habla de los habitantes del bosque animado, entre los cuales hay unos personajes realmente maravillosos. Por allí está Geraldo, un pocero cojo que tal como vemos en el texto vive enamorado de Hermelinda. Su amor hacia la joven es otro de los ejes del libro. Incidentalmente su historia está plagada de viajes marineros: de joven se enroló en un ballenero, donde perdió una pierna. Vive su melancólica existencia en un alto de la fraga hasta que fallece cavando un pozo para un vecino. Hermelinda por su parte tras ser la criada de su tía durante muchos años y hartarse de esta servidumbre, decide irse a la ciudad a mejorar posición. Sabe que Geraldo, el pocero está enamorado de ella, pero no le corresponde y prefiere salir, bailar y divertirse con el resto de jóvenes de la fraga. De por medio nos encontraremos con el sensacional Fiz de Cotobelo, un difunto que va vagando por la fraga y es el alma en pena, el fantasma del bosque que acaba uniéndose a la Santa Compaña. Y quien puede olvidar al bandido Fendetestas, nombre de guerra que adopta Xan de Malvis, un labrador que harto de las escasas ganancias que da el campo y la labor de la tierra, decide echarse al monte y convertirse en el ladrón de la fraga, resultando el bandido más peculiar del que yo tenga noticia. Reconozco que los recuerdos que tengo de todos ellos se basan en la maravillosa película que hizo Jose Luis Cuerda sobre este libro en 1987 y que llegó a ganar 5 premios Goya. Una verdadera maravilla que volveré a ver esta noche.