martes, 4 de octubre de 2016

Fragmentos de "Hambre" (1890 - Knut Hamsun)



"Comenzaba a oscurecer, cada vez estaba más abatido, me oprimía la fatiga y me recosté en la cama. Para calentarme las manos pasaba los dedos por mi cabello, a lo largo, a lo ancho, de través. Cogía pequeños mechones, pelos arrancados que se me quedaban entre los dedos e inundaban la almohada. No pensaba en ello precisamente en aquel momento, como si no se tratara de mí; por lo demás, tenía cabellos de sobra. Intenté nuevamente sacudir el extraño sopor, que se filtraba en todos mis miembros como una bruma; me senté de nuevo en la cama, me golpeé con la mano las rodillas, tosí todo lo fuerte que me permitía el pecho, y caí de nuevo en la cama. No podía hacer nada; me extinguía sin remedio, con los ojos abiertos, completamente fijos en el techo. Por último, metí el dedo índice en la boca, y comencé a chuparlo. Algo comenzó a moverse en mi cerebro, una idea que se abría camino allá dentro, una invención completamente de loco; ¡eh!, ¿y si mordiera? Y sin reflexionar, cerré los ojos y apreté los dientes. Di un salto. Por fin estaba despierto. De mi dedo goteaba un poco de sangre y la chupé. No me molestaba. Además, la herida no tenía importancia; pero de repente había vuelto sobre mí; movía la cabeza; fui a la ventana a buscar un trapo que ponerme en la herida. Mientras me ocupaba de esto, mis ojos se llenaron de agua y lloré en silencio. El esquelético dedo mordido tenía un aspecto muy lamentable. ¡A qué situación había llegado, Dios del cielo!"

"¡Dios sabe –pensé- si todo esto me servirá para buscar una colocación!" Estas múltiples repulsas, estas vagas promesas, estos “no” secos, estas esperanzas tan pronto nacidas como desvanecidas, estas nuevas tentativas que a cada instante se convertían en nada, habían consumido mi animosidad. Últimamente había solicitado una plaza de auxiliar de caja, pero llegué tarde; por otra parte, no podía prestar la fianza de cincuenta coronas. Siempre encontraba algún obstáculo. También me había presentado en el cuerpo de bomberos. Estábamos en el patio unos cincuenta hombres, sacando el pecho para dar una impresión de fuerza y de gran intrepidez. Un inspector examinaba a los pretendientes, les tentaba los brazos y les hacía preguntas. Pasó ante mí completamente erguido y se contentó con decirme, moviendo la cabeza, que quedaba rechazado a causa de mis gafas. Me presenté por segunda vez, sin gafas, tenía los párpados fruncidos, los ojos agudos como cuchillos, y nuevamente pasó el hombre completamente erguido ante mí, sonriendo…, debió reconocerme. Lo peor de todo era que mi traje estaba tan deteriorado que ya no podía presentarme en ningún sitio de forma conveniente. ¡Con qué regularidad, con qué movimiento uniforme, había bajado la pendiente! Me hallaba privado absolutamente de todo, ni siquiera me quedaba un peine, ni un libro que leer cuando la vida se me hacía triste."

"Me paré. ¿Qué tenía mi cara? ¿Había comenzado a morir en realidad? Me toqué las mejillas; estaba delgado, no era para menos; estaba desencajado. ¡Dios mío! Volví a andar a pasos cortos.Nuevamente me detuve. Debía de estar hecho una calavera. Y los ojos pronto se me hundirían en la cabeza. ¿Qué aspecto ofrecía? ¡También era ocurrencia del diablo que uno se desfigurase por tener hambre! De nuevo noté que me invadía la cólera, la última llamarada, el último espasmo. ¡Dios me valga! ¿Qué cara, eh? Estaba dotado de una cabeza que no tenía semejante en todo el país; de un par de puños que, ¡vive Dios!, podían moler y pulverizar a un descargador; y con todo, en plena ciudad de Cristianía, tenía que ayunar hasta perder la figura humana. ¿Tenía aquello sentido, estaba dentro del orden y de la medida? Había hecho todo lo hacedero, me había reventado noche y día, como caballejo de pastor, había estudiado hasta que se me saltaban los ojos, había ayunado hasta perder la razón. ¿Qué diablos tenía, en cambio? Hasta las prostitutas rogaban a Dios que me quitase de su vista. Pero ahora se había acabado… ¿Comprendes? ¡Acabado! Aunque el diablo se metiera por medio ¡habría que acabar…! Con creciente furor, rechinando los dientes al sentirme tan acabado, seguí entre quejas y juramentos, echando pestes, sin cuidarme de las gentes que pasaban a mi lado. Volví a martirizarme voluntariamente golpeándome la frente contra los faroles, hincándome las uñas en las palmas, mordiéndome la lengua como un demente cuando hablaba con claridad y riendo furiosamente de mi daño."

"Me puse a trabajar.... En el fiordo me incorporé un momento, hundido por la fiebre y por el agotamiento; dirigí una mirada a la tierra y dije "adiós" por entonces a la ciudad; aquella Cristiania en que con toda claridad brillaban las ventanas de todas aquellas viviendas, de todos aquellos hogares."

Los fragmentos son de la obra "Hambre" (1890) del escritor noruego Knut Hamsun (1859-1952), autor de gran fama en su época y que después de ganar el Nóbel de Literatura en 1920 cayo un poco en desgracia por sus filias con las ideas nacionalsocialistas, lo que no evitó que su obra fuera de gran influencia en legiones de grandes escritores posteriores como Franz Kafka, Stefan Zweig, Hermann Hesse y los estadounidenses Ernest Hemingway, quien afirmaba que «Hamsun me enseñó a escribir»; Henry Miller, Paul Auster, John Fante y Charles Bukowski, quien le consideraba «el mayor escritor que ha vivido jamás».

En "Hambre" nos cuenta la historia de un personaje ficticio llamado Widel-Jarlsberg (en el que no pocos encuentran ribetes autobiográficos), cuyo oficio de escritor no le da en modo alguno para comer y cuando intenta buscar trabajo de cualquier otra cosa, nunca consigue nada estable, lo que lo lleva a una situación desesperada en la que no tiene que llevarse a la boca y además está medio muerto de frío en aquella inmisericorde ciudad noruega de Cristinia (hoy Oslo). Debe dinero a su arrendadora y en un momento dado quiere empeñar hasta los botones de su chaleco; no tiene con que comprar nada y a pesar de ello, maniatado por un estricto y irritante código ético personal, se ve obligado a dar limosnas a los necesitados si en su bolsillo quedara todavía alguna moneda y por supuesto no puede permitirse pedir ayuda y  rechaza toda aquella que entiende atenta contra su dignidad. Las cosas del maldito orgullo que no pocas veces lleva a oscuros callejones sin salida. Es una novela corta que merece ser leída.

En la primera imagen se puede ver un autorretrato del pintor Edvard Munch que se expone en el Museo Munch de Oslo. 


Las imagenes han sido tomadas de las siguientes páginas:
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